Un caso de depresión

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Un caso de depresión

Josefa (nombre ficticio) acude a consulta por un problema que lleva arrastrando desde hace muchos años. Dice que nunca se ha sentido feliz del todo, que nunca ha experimentado ese entusiasmo que los demás dicen sentir en ciertos momentos de su vida y esto, unido a otra serie de problemas, la llevó a caer (en diferentes momentos) en depresiones profundas que, en un par de ocasiones, acabaron en intentos de suicidio e ingreso hospitalario.

Mientras habla, su rostro permanece inexpresivo, la mirada baja, huidiza. También observo un más que evidente temblor en sus manos.

Me dice que en el momento de salir de su casa para acudir a mi consulta, le entró miedo y una cierta desesperanza, miedo por tener que enfrentarse nuevamente a todo aquello por lo que ya había pasado y desesperanza al pensar que, como siempre había sucedido hasta ahora, la terapia no iba a servirle de nada.  Me contó que tenía un largo historial de terapias con diferentes psicólogos y psiquiatras los cuales habían intentado ayudarla, pero salvo alguna pequeña mejoría pasajera (que ella atribuye a las pastillas) nunca consiguieron sacarla del pozo en el que se encontraba. Considera que su vida, en general, salvo por su marido y su hijos, ha sido un fracaso y que constantemente piensa en abandonar este mundo, porque además siente que es una carga precisamente para aquellas personas a las que más quiere y esto, supone un dolor añadido.

Josefa es una ávida lectora de libros de autoayuda y conoce  todas o casi todas las recetas que supuestamente deberían funcionar en casos como el suyo, sin embargo, con ella estas soluciones nunca habían funcionado. Así que después de tanta terapia y tanto libro de auto-ayuda cree que no existe solución para su caso. Le digo que tal vez tenga razón, que lo más probable es que su caso sea un caso perdido, pero que tendremos que comprobarlo. Siguiendo con su lógica, le digo que, desde luego, no puede decirse que su vida haya sido una vida de éxito, más bien lo contrario y que es por eso, precisamente, por lo que está aquí en este momento. Me mira sorprendida, y tras unos segundos que parecen interminables, responde: “bueno, tal vez en alguna cosa sí que he tenido éxito”. Por supuesto, le respondo, has tenido éxito en fracasar y eso es más de lo que pueden decir algunas personas. Esto la hace dudar, y con la duda,  su convicción de ser una víctima (del mundo, de los demás o de sí misma) comienza a tambalearse.

Josefa me cuenta que siempre que había acudido a terapia habían tratado de animarla, de convencerla para que intentara salir más, ir al gimnasio, leer, etc. además de someterla, en bastantes ocasiones, a una batería de test para tener un diagnóstico claro ( el diagnóstico suele tranquilizar más al terapeuta que al propio paciente que ve como tiene una perfecta fotografía de sí mismo, pero que al final, nada cambia). Ella se desesperaba porque sabía perfectamente lo que supuestamente la haría mejorar, pero lo que no parecían entender quienes la escuchaban es que ella no era capaz, no se sentía con fuerzas para hacerlo y, cuando en alguna ocasión, sobreponiendose a todas sus dificultades, lo intentaba, el resultado era un sentimiemnto de impotencia devastador, ya que no conseguía disfrutar de lo que supuestamente tenía que ser un placer (el hecho de imponerse el placer lo convierte en una tortura), esto la hundía todavía más.

LLeva una vida aparentemente normal, tiene un buen trabajo en el que se siente capaz (aunque últimamente la ansiedad hace que no pueda rendir como antes) una buena familia, pero su vida emocinal es un desierto y su búsqueda de la paz interior, del disfrute de la vida,  se parece cada vez más a un largo y tortuoso camino que conduce a  un horizonte que nunca logra alcanzar.

No hay indulgencia para consigo misma, es ella la que no está a la altura, es ella quien está condenada de por vida por una infancia infeliz vivida bajo el miedo a un padre inquisitorial e insensible y una madre acobardada que jamás les mostró apoyo ni a ella ni a sus hermanos. Además, algunos familiares directos también sufren de depresión crónica con lo cual la autoprofecía está servida, sólo queda ajustarse a ella.

En sus muchos intentos por dejar atrás su sufrimiento, siempre sale a relucir su pasado traumático y así, todas las terapias que prueba, acaban centrándose en regresar al pasado, curar el tráuma y poder tener, por fin, una vida normal. Nadie le ha preguntado nunca desde cuando se siente así, nadie se ha cuestionado si esos recuerdos son reales o están totalmente deformados por el paso del tiempo y las expectativas que se han generado en Josefa. En cualquier caso, ella ahora ha asumido que su pasado es la causa de lo que le ocurre en el presente, sea esto cierto o no. Pues bien, a la pregunta desde cuando se sentía así, sin ganas de vivir o vivir dejando que la vida pasase pero sin disfrutar, responde que desde que tiene uso de razón, ni siquiera relaciona el autoritarismo de su padre con su estado de ánimo, manifiesta que pensar en él ni siquiera le produce dolor, tal vez un poco de rabia contenida,  una sensación de injusticia.

    T: ¿Cómo es posible?, pregunto, ¿cómo es posible que tu infancia sea la                 responsable de lo que te sucede y sin embargo pensar en tus padres no te             provoque dolor?

    J: No lo sé, tal vez no sienta dolor porque, de alguna forma, mi cabeza lo                    bloquea para no sufrir.

   T: Desde luego, eso sería una explicación, pero ¿sabes? en ciencia hay un                   principio que se  conoce como la navaja de Ockhan, según el cual ” en                     igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la más                     probable”, bien ¿a ti cuál de las explicaciones  de tu reacción al recordar a             tus padres te parece la más sencilla, la del supuesto bloqueo  emocional o             simplemente, que no sientes dolor porque en realidad no lo hay?

    J: Pues… la segunda explicación. Es mucho más sencilla.

    T: Perfecto, pues agarrémonos a eso. Existe una gran probabilidad de que sea          esa la explicación más probable ¿no crees?

    J: Asiente, como pensativa y dice: la verdad es que nunca lo había visto así.

Este cambio en su punto de vista, en ver el problema desde otra perspectiva, en darse cuente de que, tal vez, aquello que había dado por hecho sin cuestionarse nunca su veracidad, en empezar a admitir que lo que asumía como una realidad objetiva quizás no fuera más que un acto de fe, una creencia, era el primer paso (importantísimo) para introducir nuevos elementos en su relacióm con ella misma y con el mundo. Una puerta abierta que ahora habría que traspasar y comenzar a explorar aquello que nunca creyó que pudiera existir para ella. Liberarla de la condena del pasado sólo le dejaba una opción viable: centrase en el presente, cambiar el presente. 

El futuro siempre es una incógnita, pero de alguna forma,  hasta cierto punto, se puede predecir y lo que está claro en este caso (y en cualquiera, en realidad) es que con el presente que vivía Josefa su futuro más probable sería el sufrimiento y el fracaso, sin embargo cambiando este presente las probabilidades de que su futuro fuese mucho más esperanzador, aumentaban exponencialmente.

A lo largo de la entrevista parece claro que este cuadro drepresivo tiene su origen no en una vivencia particular o un acontecimiento traumático que, de repente, trastoca la relidad del sujeto, rompe, de alguna manera, su ilusión. Su vida había transcurrido  siempre sin grandes alegrías ni conciencia de una vida plena, una vida donde las emociones parecían estar embotadas, planas. Se acostumbró a vivir así, como en un burbuja, estudiando, saliendo con sus amigas (no mucho) pero sin ser capaz de disfrutar de nada. 

Se casó, llegaron los hijos, las responsabilidades y, aunque no las temía, tampoco estaba preparada para soportarlas y esto acabó por disparar su ansiedad, ansiedad que, mantenida a lo largo del tiempo,  acabó por agravar el trastorno depresivo, y este a su vez, iba alimentando su ansiedad, en una continua causalidad circular donde la causa acabó por convertirse en efecto y viceversa. Al final y como resultado de esta escalada sin fin, acabaron apareciendo una serie de ataques de pánico que hicieron que cada vez se mantuviera  más alerta, tratando de controlar sus síntomas físicos y evitando aquellas situaciones que creía podrían provocarle ansiedad. Ahora mismo le preocupa que puedan afectar a su trabajo y teme que puedan ocurrirle en cualquier momento. Así mismo, cuenta que la martirizan una serie de pensamientos recurrentes y de dudas contínuas que le impiden pensar con claridad y acrecientan su inseguridad.

En fin, después de un diálogo perfectamente estructurado para encontrar todas aquellas cosas que había hecho y no le habían funcionado, para descubrir ante qué tipo de depresivo me encontraba; después de algunas reestructuraciones en sus ideas preestablecidas, después de generar dudas en su sistema de creencias y conseguir que pudiese aceptar un nuevo punto de vista sobre su problema, procedo a sugerirle (diciéndole que sólo podré ayudarla si es capaz de seguirme) un par de prescripciones que podrán hacer que empiece a mejorar levemente, pero sobre todo, que me ayudarán a mi a conocer un poco mejor como funciona su problema y en consecuencia, a que en la próxima sesión, tengamos un mapa más claro del camino a seguir.

Estás prescripcioones, si no se hacen con la forma de comunicación adecuada, si antes la persona no ha sentido que su problema ha sido comprendido, normalmente no las llevan a cabo (y aquí reside, en la mayoría de ocasiones, el fracaso de la terapia). A veces, para que acepten llevar a cabo las prescripciones, además del tipo de comunicación, tendremos que ofrecer diferentes alternativas, para que puedan elegir aquella que les parezca menos amenazante, dando así un supuesto poder de elección al paciente, aunque a nosotros nos sirva cualquiera de ellas para los fines que perseguimos. En realidad, elijan lo que elijan, estarán aceptando seguir el camino que les proponemos.

En la segunda sesión, Josefa se muestra más tranquila y dice, con expresión de incredulidad, que no se explica como, repentinamente, ha podido dejar atrás gran parte de su ansiedad, que después de tantos años tenga esta sensación de mejoría. Le digo que esto suele ser lo normal en casos como el suyo y procedo a felicitarla por llevar a cabo las prescripciones y hacerlo tan bien. Por primera vez, sonríe abiertamente.

Después de relatarme lo que había sentido y vivido desde la primera vez que nos vimos, Josefa comienza a atisbar una salida que tan solo unos días atrás se le antojaba imposible. Por primera vez intuye que  todas aquellas soluciones puestas en práctica para tratar de salir del pozo en el que se encontraba habían sido disfuncionales. Soluciones que, tratando de resolver su problema, en realidad, habían acabado por empeorarlo. El hecho de sentirse un poco mejor, más tranquila, ha mostrado a Josefa una luz de esperanza y, como es lógico, se ilusiona y se aferra a ella. Siguiendo con mi estratégia de no animarla, de no crear expectativas demasiado elevadas, le digo que no se ilusione, que los que se ilusionan, en cuanto aparece una pequeña dificultad o un mínimo retroceso en su recuperación, a menudo se vienen abajo y después es muy difícil recuperarse de eso. Así que le pido que no se haga ilusiones, que por ahora va bien, pero que puede que las cosas no sean siempre así.

Se queda un poco desconcertada, pero lo acepta y dice que siente que empieza a estar preparada en caso de que las cosas no vayan siempre bien.

Al final de esta sesión y como la evolución del caso sigue el camino previsto, mantengo una de las precripciones y añado otra que sé de antemano que puede producir en ella cierto rechazo, ya que tiene mucho miedo a sufrir un ataque de pánico, pero como ha podido comprobar el éxito de lo puesto en práctica hasta el momento, a pesar de sus reticencias iniciales, acepta llevarla a cabo.

Cuando un problema se desbloquea, lo normal es que las personas acepten hacer de buen grado aquello que de otra forma nunca se avendrían a realizar.

En las sesiones 3ª y 4ª, la ansiedad ha desaparecido casi totalmente, los pensamientos intrusivos ya no ocupan la mayor parte de su tiempo, y en cuanto a las pastillas (se estaba medicando con antidepresivos y ansiolíticos) ha decidido dejarlas por su cuenta  (algo que yo no le había recomendado, siempre le insistí en que tendría que ser su psiquiatra el que le pautara una reducción de los mismos) dice sentirse segura sin ellas  y  que se ha dado cuenta de  que lo único que logra tomándolas es sentirse como más atontada, un poco fuera de este mundo.

En cuanto a los demás problemas que presentaba Josefa: manía con el orden, no soportar los errores, su perfeccionismo extremo, el estar siempre dispuesta a ayudar y  hacer el trabajo que sus compañeros dejaban a medias (problemas que también habían contribuído a acrecentar su malestar), fuimos resolviéndolos gradualmente y sin apenas resistencia por su parte. Cuando derribas el muro de aquello que está atenazando a una persona, los demás problemas suelen caer como fichas de dominó, en un efecto cascada.

Las siguientes sesiones ( 5ª y 6ª) las dedicamos a reforzar aquellos logros que había conseguido alcanzar y a aprender a utilizar las habilidades que había adquirido durante la terapia en caso de que sintiera que sus problemas empezaban a asomar de nuevo. Me despido de ella, pero como suele suceder en estos casos, me pide que tengamos una sesión más ya que, aunque ahora esté bien, teme que si deja la terapia tal vez vuelva a caer de nuevo en su pesadilla.  Esta vez la tranquilizo y acepto verla una vez más, sólo para que se dé cuenta de que ya no me necesita y que puede caminar sola, así que programo una cita para dentro de un mes, tiempo más que suficiente para que acepte que ya dispone de las habilidades necesarias para afrontar la vida sin miedo.

Josefa nunca tendrá una personalidad arrolladora, ni una alegría desbordante, pero tampoco la necesita, ni siquiera eso sería deseable para ella; no es lo que quiere, en realiad nunca lo ha querido,  pero observarlo en otras personas le hacía sentirse fuera de lugar, un poco avergonzada de sí misma por no ser como se suponía que debería ser. Todo eso ha quedado atrás, ahora simplemente se acepta como es, asume su vida como algo natural, sin culpar al pasado y admitiendo que el tren no pasa una sola vez, que nunca es tarde para comenzar un nuevo viaje.   

Ya ha pasado más de un año y Josefa, con algún que otro altibajo menor, sigue perfectamente. La idea del suicidio no ha vuelto a rondar por su cabeza, la ansiedad, salvo en momentos puntuales (agobio en el trabajo) ha dejado de ser un problema y no ha vuelto a tener ataques de pánico. 

Las exclamaciones de sorpesa siguen apareciendo cada vez que, haciendo el seguimiento de su caso, hablo con ella : “es que no sé que me ha pasado, no puedo entender que después de tantos años, de pronto, todo cambie…estoy bien y sólo el decirlo se me hace raro”, comenta con una sonrisa en los labios. “Gracias, muchísimas gracias”, repite una y otra vez como si yo fuese su salvador, algo que no es cierto.

Este caso refleja perfectamente un tipo de depresión, en la cual el individuo siempre se ha sentido así, donde no puede identificar claramente un acontecimiento que trastoque su realidad y afecte a lo que hasta ese momento daba por hecho. En casos cómo este no sirve de nada tratar de convencer a la persona para haga cosas que puedan distraerla y encontrar el placer en actividades fuera de su rutina diaria. En realidad, este tipo de consejos no la ayudan. El depresivo que siempre se ha sentido así, el que asegura que nunca ha disfrutado de la vida, no tiene ninguna experiencia placentera previa o, desde luego, no las recuerda así. Para estas personas, cualquier actividad placentera ha supuesto siempre una especie de tortura ya que no disfrutaban como los demás de algo que se suponía tenía que ser agradable. No hay experiencias previas que sirvan como referencia, no hay ningún recuerdo al que podamos aferrarnos para que la persona vuelva a sentir aquello que alguna vez le produjo sensaciones cercanas a lo que conocemos como felicidad. Aquí no hay un  momento de ruptura con una creencia, simplemente existe una creencia desde siempre, aquella que el individuo asume como la única posible, él o ella han nacido con algún tipo de desventaja o de condena, sea esta genética (mi padre, mi madre o mi abuela también son depresivos) social (no caigo bien a los demás, pero por mi culpa) o de la esquiva fortuna (todos son afortunados, menos yo). Así pues, no nos quedará más remedio que crear de la nada, es decir, hacer que surja una nueva creencia, al mismo tiempo que vamos desmontando la antigua.

Nada mejor pues para empezar, que darle la razón en aquello que tanto él como nosotros sabemos que es cierto: su absoluto fracaso en la vida, esto no es crueldad sino un absoluto respeto a la verdad, hacer lo contrario, consolarle y animarle (algo que, por cierto, los demás llevan haciendo toda la vida sin resultado alguno) sería mostrase condescendiente, algo que nos alejaría de la solución. A partir de aquí habrá que ir cambiando el punto de vista de la persona a través de un diálogo perfectamente estructurado en el cual, a través de una serie de opciones de respuesta, como en un embudo, lleven a la paciente hasta el lugar que pretendemos, a un callejón que sólo tenga una salida: el cambio y, me permito afirmar que cualquier cambio será bienvenido, ya sea que empiece a sentir rabia, dolor, ansiedad…ya que estas personas nunca han experimentado nada distinto más allá de una sensación de inadecuación y el sufrimiento que ello conlleva; siempre han estado así, como en una condena eterna de la que no pueden escapar.

Categorías: Psicobreve

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